Bueno lombriz,
La sugerencia es poner fotos para dejar de escribir?
Como cuando le dicen a alguna mujer "andà a lavar los platos" porque maneja mal?
Lo voy a pensar, prometo.
La cuestiòn con subir cosas a este sitio es catàrtica, no conceptual ni fundacional de nada, ni iniciàtica a niveles de ritual, ni pretenciosa. Nada pretendo. Sòlo saliò.
La verdad es que si pongo fotos de sillones me puedo llegar a hartar ràpidamente.
A lo mejor ya estoy harto.
Moz, parece que sos popular. Quièn carajo sos? Estoy de acuerdo con la lombriz en eso de que dios no existe. Pero creo que vos tampoco.
domingo, 28 de diciembre de 2008
domingo, 21 de diciembre de 2008
viernes, 19 de diciembre de 2008
VIejos apuntes, parte 2
Por supuesto, hasta luego es mejor pero es siempre adiós porque así lo quisimos, así lo queremos, pequeñas muertes cotidianas que nadie mejor que nosotros sabemos morir, éste es el juego que mejor jugamos penetrarnos hasta el fondo y gritar hasta que no damos más, y de no se sabe dónde surge el alarido, una cosa primitiva neanderthal caverna violencia te someto me sometés jugás y yo me dejo jugar porque te deseo y lo deseo, nunca pensé que yo era quien soy, grito con el cuerpo vencido y feliz.
domingo, 14 de diciembre de 2008
Domingo, a eso de las 10
Se levantó un segundo después de haberse despertado, sin pensarlo. Dejó su cama, grande, alta. Fue al baño. Mirándose al espejo se acordó de la fiesta con sus amigas la noche anterior. A diferencia de otras veces, no tenía resaca. Se lavó y se secó la cara con energía. Unas pocas pero precisas cepilladas bastaron para que en su pelo no quedaran rastros de las cinco horas de sueño. Volvió a su habitación. El lado de la cama donde había dormido se enfriaba rápidamente. Buscó y encontró una bombacha blanca, ni muy grande, ni muy pequeña, del tamaño justo para modelar sus curvas todavía firmes, su cola, sus piernas, sus caderas. Se le escapó una sonrisa.
Fue a la cocina, sacó una taza, una cualquiera. Tomó el frasco de café instantáneo, pero de inmediato cambió de parecer y decidió que hoy, este domingo, era el día adecuado para beber un té de jengibre, con una cucharada de azúcar, nada más. Puso el agua a calentar.
Todo en su casa era grande, amplio, despojado, solitario. Con el té humeante en la mano, se sentó frente a la ventana, desde donde podía mirar a sus vecinos de otras casas, otros edificios, la poca gente que a esa temprana hora decidía salir a caminar para aprovechar el silencio de la calle sin tráfico. Comenzó a pensar. En el año que se terminaba, en fotos viejas, en la música rara -según sus amigas- que escuchaba, en cosas nimias, triviales, el agua para las plantas del balcón, en el balcón, en los árboles, en esa casi perfecta mañana.
Con las rodillas a la altura de su cara (como cuando era niña), se abrazó a la taza de té, que le devolvió calor y olor; sus ojos estaban húmedos. ¿Iba a llorar justo ahora?
Aún absorta en sus pensamientos como estaba, pudo presentir un mínimo movimiento detrás suyo; era él, quien posó su mano suavemente sobre su hombro, ella se dio vuelta, vio su pelo revuelto, su cara radiante, su sonrisa franca, su cuerpo grandote y semidesnudo.
-Buen día, feliz cumpleaños- dijo él.
Ella le sonrió, sonrojándose. Por suerte, él no se dio cuenta.
Fue a la cocina, sacó una taza, una cualquiera. Tomó el frasco de café instantáneo, pero de inmediato cambió de parecer y decidió que hoy, este domingo, era el día adecuado para beber un té de jengibre, con una cucharada de azúcar, nada más. Puso el agua a calentar.
Todo en su casa era grande, amplio, despojado, solitario. Con el té humeante en la mano, se sentó frente a la ventana, desde donde podía mirar a sus vecinos de otras casas, otros edificios, la poca gente que a esa temprana hora decidía salir a caminar para aprovechar el silencio de la calle sin tráfico. Comenzó a pensar. En el año que se terminaba, en fotos viejas, en la música rara -según sus amigas- que escuchaba, en cosas nimias, triviales, el agua para las plantas del balcón, en el balcón, en los árboles, en esa casi perfecta mañana.
Con las rodillas a la altura de su cara (como cuando era niña), se abrazó a la taza de té, que le devolvió calor y olor; sus ojos estaban húmedos. ¿Iba a llorar justo ahora?
Aún absorta en sus pensamientos como estaba, pudo presentir un mínimo movimiento detrás suyo; era él, quien posó su mano suavemente sobre su hombro, ella se dio vuelta, vio su pelo revuelto, su cara radiante, su sonrisa franca, su cuerpo grandote y semidesnudo.
-Buen día, feliz cumpleaños- dijo él.
Ella le sonrió, sonrojándose. Por suerte, él no se dio cuenta.
viernes, 12 de diciembre de 2008
MUNDO (Viejos apuntes, parte I)
Sí, esa alfombra era el océano donde nos sumergíamos cada día, todos los días, y allí bebíamos, hablábamos, nos prometíamos amor y sexo y juegos y nada importaba y todo importaba, el océano era azul y el agua nos penetraba por todos lados, por cada poro y por cada agujero de nuestros cuerpos, siempre dispuestos, siempre urgentes, siempre cansados, siempre nuevos. Esa alfombra era el mundo, esa alfombra fue el cielo, y fue también el infierno. Allí nos vimos por última vez, allí fue donde nos dijimos adiós.
sábado, 6 de diciembre de 2008
Día de suerte
Sí, éste era su día, pensó. El cielo estaba azul y limpio y puro, los pájaros lo habían despertado suavemente, todo comenzaba bien. La raya al medio, sello indestructible de su peinado y su personalidad, le había salido perfecta, como dibujada. El café, negro y a la temperatura justa, como a él le gustaba, desde siempre.
Se puso su mejor camisa, sus zapatillas preferidas, ensayó su mejor cara frente al espejo, salió a paso firme y con una sonrisa de oreja a oreja. No sabía muy bien porqué, pero tenía la sensación de que sí, éste era su día.
Las cuatro cuadras hasta la parada del ómnibus fueron un trámite. Cuando llegó, supo con certeza que el destino estaba de su lado. Ahí estaba ella, su vecina, morocha, alta, con ese cuerpo firme, siempre deseado, siempre lejano.
-Hola, cómo estás? (Tímido, neutro, él).
-Bien, apurada. (Corta, seca, ella).
Una vez arriba del ómnibus -que había llegado a tiempo, cosa extraña-, se sentaron juntos, y luego de las palabras y los tópicos de rigor (el calor, los mosquitos, el trabajo, el barrio), comenzaron a hablarse. El no podía dejar de mirarle los hombros, los ojos, los pechos que insinuaban la remera corta y ajustada de ella. Ella, para sorpresa de él, tampoco podía dejar de mirarlo.
Todo fluía en perfecta armonía, los gustos culinarios, musicales, de ropa, de colores. Los viajes hechos y por hacer. Las tardes de invierno al sol, la soledad, el sexo. El café (por supuesto!). Cada palabra que uno pronunciaba era rápidamente aprobada, asentida, afirmada por el otro.
Me estoy enamorando, pensaron él y ella al mismo tiempo.
Este es mi día de suerte, se dijo por enésima vez él. El boleto capicúa se le arrugaba en el puño, un poco transpirado por la adrenalina del amor. Las calles, los árboles, se veían desde el ómnibus como en un travelling infinito. Sí, éste era su día de suerte.
Estaba tan contento, tan pleno, tan feliz, que casi no sintió el ruido de la piedra golpeando el vidrio del colectivo, el estallido de su cráneo, los huesos rotos, la masa encefálica escapándosele irremediablemente de la cabeza, el llanto histérico de ella, la sangre mojándole la camisa, el puño, el boleto de ómnibus.
Se puso su mejor camisa, sus zapatillas preferidas, ensayó su mejor cara frente al espejo, salió a paso firme y con una sonrisa de oreja a oreja. No sabía muy bien porqué, pero tenía la sensación de que sí, éste era su día.
Las cuatro cuadras hasta la parada del ómnibus fueron un trámite. Cuando llegó, supo con certeza que el destino estaba de su lado. Ahí estaba ella, su vecina, morocha, alta, con ese cuerpo firme, siempre deseado, siempre lejano.
-Hola, cómo estás? (Tímido, neutro, él).
-Bien, apurada. (Corta, seca, ella).
Una vez arriba del ómnibus -que había llegado a tiempo, cosa extraña-, se sentaron juntos, y luego de las palabras y los tópicos de rigor (el calor, los mosquitos, el trabajo, el barrio), comenzaron a hablarse. El no podía dejar de mirarle los hombros, los ojos, los pechos que insinuaban la remera corta y ajustada de ella. Ella, para sorpresa de él, tampoco podía dejar de mirarlo.
Todo fluía en perfecta armonía, los gustos culinarios, musicales, de ropa, de colores. Los viajes hechos y por hacer. Las tardes de invierno al sol, la soledad, el sexo. El café (por supuesto!). Cada palabra que uno pronunciaba era rápidamente aprobada, asentida, afirmada por el otro.
Me estoy enamorando, pensaron él y ella al mismo tiempo.
Este es mi día de suerte, se dijo por enésima vez él. El boleto capicúa se le arrugaba en el puño, un poco transpirado por la adrenalina del amor. Las calles, los árboles, se veían desde el ómnibus como en un travelling infinito. Sí, éste era su día de suerte.
Estaba tan contento, tan pleno, tan feliz, que casi no sintió el ruido de la piedra golpeando el vidrio del colectivo, el estallido de su cráneo, los huesos rotos, la masa encefálica escapándosele irremediablemente de la cabeza, el llanto histérico de ella, la sangre mojándole la camisa, el puño, el boleto de ómnibus.
lunes, 1 de diciembre de 2008
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