Sale en el momento exacto en que la luz de la tarde se transforma en noche. Camina (siempre le gustó caminar, siente que eso la mantiene despierta) una cuadra hacia el norte, una cuadra hacia el oeste. Usa las llaves de él para entrar en el tercer departamento del segundo piso. El olor a hombre es abrumador, pero no está nerviosa. Saca un vaso, lo llena de agua, se sienta a esperar en el living semivacío y oscuro. Siente cómo su respiración calmada y profunda es alterada por los ruidos que vienen del pasillo. No es él. Se le cruza por la cabeza alguna canción que creía olvidada. Es lindo cantar, y la canta en voz baja. Bebe un poco.
Ahora sí es él. Escucha el ruido de las llaves en la cerradura, el picaporte que gira, las risas de ellos, alguna broma inentendible, el click de la luz que se enciende, mira la cara de sorpresa de ambos, sorpresa de ver cómo de sus pechos florece una mancha rosada, roja, que de a poco crece, sorpresa de saberse muertos de dos certeros disparos.
Ya es de noche, ella sale y ahora camina una cuadra hacia el este, una cuadra hacia el sur. Vuelve a casa, se baña, piensa en qué va a cocinar dentro de un rato, se ríe a carcajadas sin poder parar. No quiere parar.
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