Entraron.
El le mostró sus tesoros, ella los suyos. Tomaron café. Se regalaron miradas y sonrisas y caricias.
La siesta invitaba a todo -lo posible y lo imposible-.
Soñaron juntos, casi con las mismas cosas.
Luego, hablaron. Y hablaron. Y hablaron. Era como una adicción, no podían parar.
A él le gustaba que ella fuera tan... perfectamente imperfecta. Lo volvía loco su pelo, sus ojos de miel, su ropa, su panza, la tirita de su bombacha apareciendo por sobre el vaquero gastado. Y lo que decía y cómo lo decía, con una rara mezcla de apasionamiento y frescura.
A ella, le encantaba que él supiera cuándo callar, cuando apretarla fuerte, cuándo besarla en la boca, cuándo llevarla a otros mundos, íntimos, secretos, sólo suyos.
(El no era tan lindo como ella).
La siesta se hacía tarde, el sol seguía su curso para perderse una vez más, por un día más, tras la negra línea de algún viejo edificio. Apuraron besos, olvidaron cosas, se tropezaron el uno con el otro al abrir la puerta, sabían que llegaban tarde a donde fuera que iban.
Salieron.
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