sábado, 17 de septiembre de 2011

Campo

La conversación telefónica duró poco, pues así había sido siempre; él era parco y, aunque a ella le gustaba hablar, la intermediación de un aparato era una molestia, una suerte de barrera que se interponía entre ellos, un artefacto que hacía su relación un poco más distante aún. Y sobre todo hoy, desde aquel día las cosas ya no eran iguales.

De cualquier manera convinieron en que él la llevaría en su auto rojo pequeño y medio viejo a pasear; en realidad tenían ganas de verse, desde aquel día.
Cerca de las 11 de la mañana ella escuchó el sonido (no por poco frecuente menos familiar) de su auto. Ya estaba lista, no hizo falta que él bajara, ella ya salía vestida con su ropa de campo y sus cigarrillos, sus músicas guardadas en el teléfono (¡ahora tenía mucha más música!), de buen humor a pesar del mal dormir de la noche anterior.

Un beso rápido, breve, una leve caricia en el pelo (de él a ella, de ella a él), partieron. El tenía las manos sobre el volante, ella casi le daba la espalda, miraba el paisaje por la ventanilla; la ciudad se hacía suburbio, los grises se transformaban en verdes, los techos bajos de las casas que ella registraba en un travelling infinito mutaban a espacios abiertos, casi vírgenes.
Ella durmió un poco. No importaba demasiado el rumbo que llevaban. El viaje era como soñar, dormir era otro tipo de viaje – ¿o era parte de lo mismo?-
Ahora todo era amarillo, marrón, anaranjado.

A eso de la una de la tarde llegaron. La finca era grande, casi ni se distinguían los alambrados en el horizonte. La despertaron los ladridos de los perros; uno, dos, cinco; ¿Cuántos eran?
Ya no se acordaba bien, no los veía desde aquel día.
Caminaron por el pasto alto y seco hasta la casa, abrieron todas las ventanas, él cocinó, ella puso la mesa, comieron muy frugalmente, casi no hablaron, porque no hacía falta decir nada. El vino estaba rico, oscuro, espeso, y sirvió para aflojar un poco las tensiones.

-Ey, ¿vamos a darles de comer a los animales? - Le dijo él. Sonrió por primera vez, desde aquel día.
En el proceso, ella lo miraba, muy tranquila, mientras él jugaba con los uno, dos, cinco perros, que ladraban fuerte y saltaban alto, manchando su sueter marrón (del exacto color de la tierra, de esa que era sin duda alguna su tierra, su lugar), llenando sus mangas y su cuello de motitas de pasto, lamiéndolo y frotándose y revolcándose en el suelo, para que él los acariciara mientras ponía tono de mando y les ordenaba –infructuosamente, claro- que se estuvieran quietos. Ella se dio cuenta en ese instante de que iba a querer a ese hombre sin importar lo que había pasado, ni lo que llegara a pasar.
Eso la dejó tranquila, y ahora era ella quien sonreía, por primera vez desde aquel día.

La siesta se iba, ellos y el paisaje se habían fundido en un todo, acostados como estaban el uno junto al otro en el suelo, de cara al cielo, sentían cómo el tiempo se había detenido, y les pertenecía desde siempre y para siempre.
El se levantó y comenzó a andar, uno de los perros al frente, otro atrás. El horizonte polvoriento pero cada vez más cercano lo aguardaba, como a un viejo amigo a quien no veía desde aquel día.

-Esperá, esperame papá- le dijo ella apurando el paso para alcanzarlo.
El se dio vuelta, y le tendió su mano grande.

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