Cortaste el pasto, la enredadera, sacaste las hojas secas de los árboles; lavaste, limpiaste, te sentaste ahí, mirando hacia arriba; hiciste lo que debías, lo que tenías que hacer, y lo que querías hacer. Te tomaste ya dos cafés bien grandes (sin azúcar)en esa taza amarilla jetona, que tanto te gusta. Te habían despertado los pájaros y pensaste que éste sería un buen día. Creíste que te ibas a olvidar. Salió el sol.
Desde el principio tuviste su imagen metida bien adentro de tu cabeza, no te la pudiste sacar con ningún truco, intentaste todo; pensaste en las asquerosidades más repulsivas que se hicieron el uno al otro, en los insoportables días de mierda que pasaron juntos, en las palabras soeces e insultantes que se dijeron, en el desprecio y la mugre que eran capaces de destilar ambos, al mismo tiempo, mecanismos infalibles de destrucción.
Imposible.
Hiciste otro intento.
Pensaste -sí, lo hiciste- en ese día cuando se sentaron juntos en el umbral de la puerta de una vieja casa con árboles y papelitos y mierda de perro y hojas muertas en la vereda, y se besaban... pero el hielo de su indiferencia te comía las tripas y sabías que no había caso, que era inútil pedir o dar algo que se pareciera al amor, eso ya estaba liquidado, inerte, eso estaba fuera de registro, desfasado, era como besar a un otro, a una persona desconocida.
Pero no pudiste olvidarte.
No pudiste, porque en a pesar de toda la mierda, del cansancio, del agobio, de canciones gastadas, de papeles amarillos y amargos, la amás.
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