miércoles, 21 de septiembre de 2011

Septiembre

Tres minutos antes de que sonara el reloj despertador, ella se levantó, de un solo movimiento; el detalle de la alarma, puesta siempre a la misma hora, cada día, claramente era sólo una manía para ella. Una manera de acomodarse a los esquemas rutinarios impuestos no sabía bien por quién.

No encendió la luz, la penumbra de la habitación le bastaba para cambiarse, despacio, en silencio. Su lado de la cama (el izquierdo) permanecía tibio y parecía extrañarla ya.

Como todos los días a la misma hora, apenas sonó el reloj, él abrió los ojos, y con rapidísimos reflejos estiró el brazo, lo apagó, dio una vuelta más sobre su lado de su cama (el derecho), y se levantó. El click de la luz al encenderse lo despertó por completo. Se vistió despacio y en silencio. Le encantaba esta ceremonia.

Por supuesto, café caliente, solo, en su taza preferida -la amarilla-, en su sillón preferido -el incómodo-, el que la obligaba a recoger las piernas, a apuntar el cuerpo hacia la ventana por donde veía despertar a la ciudad.
Desde hacía un tiempo ella comenzaba sus días así, siempre con una nueva canción, un mundo que había descubierto un poco tarde (a sus treinta y pico), un mundo abstracto en cuanto a estímulos, concreto en cuanto a sensaciones. Sonaba una vieja canción de Peter Hammill ..."be my child, be my lover"... y, aunque ella no entendía lo que decía la letra, no importaba. Le gustaba, le hacía bien.

El, café caliente, solo, en su taza preferida, la que tenía en sus bordes las marcas del tiempo. No había pronunciado palabra alguna desde que se había despertado.
Sentado en el sillón de la casa que le daba la mayor comodidad posible (él era bastante largo), cambió la música que sonaba. Para él, hoy era día de Los Planetas, necesitaba algo que le levantara el ánimo. David y Claudia..."puedo hacer una esfera"...

Ella salió como siempre, como cada día, como un relámpago. Le gustaba dejar su casa atrás, y si a veces se olvidaba de algo, no regresaba a buscarlo. "Por algo será que lo dejé", se decía a sí misma. Su casa era como un amante, que siempre la esperaba a la hora de su vuelta bien dispuesto y con una sonrisa.

El subió al auto; ruido de llaves, ruido de música, ruido de calle, empezaba su día para con el mundo exterior. "Vamos", dijo en un susurro casi inaudible.

Cuando iba en auto, ella solía sacarse los zapatos, y sus pies descalzos sobre el tablero o sobre el asiento le devolvían el placer de contemplar sus uñas brillantes y rojas o fucsias o violetas, y le recordaban lo lindo que era transitar la vida por otros caminos, que no eran los convencionales. Gozaba realmente siendo una transgresora de casi todas las reglas que conocía, y esto no era algo ingenuo o instintivo, era producto de una decisión muy pensada, y se hacía cargo.

Estacionó en el centro de la ciudad; el sol pegaba fuerte, bien, con energía. Era septiembre.
Comenzó a caminar; deambulaba, se paraba cada tanto a ver las vidrieras de los negocios, fetiches, cosas que le gustaban sólo porque eran lindas, por su diseño, por sus colores; de vez en cuando compraba algo, en casa tenía miles de objetos atesorados, un obsesivo coleccionista de pequeños placeres. A sus treinta y pico, iba construyendo de a poco su refugio, cueva primitiva, como buen neanderthal que era (o se sentía) a veces.

Ella caminaba sin prisas, mirándolo todo; era por esta manía que siempre encontraba algo para llevar a casa, que recibía estos objetos hallados como algo natural, las cosas calzaban como un guante en los sitios que ella elegía, y quedaban perfectas (ella tenía un buen gusto innato para cualquier cosa que tuviera que ver con lo estético).
Le encantaba andar al sol, era septiembre, la mejor época del año; nada malo podía ocurrir. Divagaba, se perdía, entraba a bares, librerías, tiendas de ropas con ofertas de cambio de estación, más bares, más bares. Nunca iba a abandonar el vicio y la tentación de tomar café en su más diversas formas.

Hablaba en lenguas; su conexión con el mundo era total en esos días, una empatía con la gente y las cosas y los edificios y los autos, percepción del cosmos a través de todos los sentidos, la piel se le erizaba de tanto en tanto cuando escuchaba alguna conversación al pasar, o cuando el último viento del mes sacudía suavemente las hojas de los árboles que comenzaban a ser verdes nuevamente.

El llevaba una suerte de registro de las marcas urbanas (las provocadas y las involuntarias): señales, paredes descascaradas, alguna baldosa floja, el verdulero ambulante que gritaba sus ofertas libres de impuestos.
Ella caminaba por esos lugares de un modo totalmente opuesto: ella era las marcas, la baldosa floja, el grito del verdulero.

Eran muy diferentes en ese sentido, él era una esponja que todo lo absorbía, ella una fuente de emanación de energía vital que era atravesada por las cosas y los hechos, y los devolvía, potenciados.

Por otro lado, y en cuanto a apariencias, él era discreto en su vestir, y sutil en sus maneras de moverse, de comunicarse, de hablar (de hecho, pasaba mucho tiempo callado). Por el contrario, ella se vestía con colores llamativos, hablaba con un tono elevado (se le hinchaban a menudo las venas del cuello), de postura firme y con los pelos al viento.

Ambos comían atropelladamente, eso sí.

Los detalles de la siesta son obviados aquí, de encuentros y desencuentros se hablará en otra oportunidad, ya la tarde se iba, ya la gente en las calles apuraba el paso para hacer las últimas compras, para buscar hijos, parejas, amigos, ya la ciudad entraba en una vorágine que no los incluía.

Así pasó ese día de septiembre de 1999 para él, llegó la hora de volver a casa. Tenía una sensación de derrota siempre que llegaba ese momento, el mundo ya no lo necesitaba, el regreso era indefectiblemente en silencio, las llaves a mano, volver, volver, repetir los rituales, preparar la cena (siempre cocinaba de más, no entendía eso de las proporciones), tomar algo, la cama ya lo esperaba, su lado (el derecho) tal como lo había dejado, el otro lado (el izquierdo) tendido, perfecto, frío.

Así pasó ese día de septiembre de 2011 para ella, el regreso rápido, igual que la cena, igual que siempre, con comida que sobraba, con la sensación de que algo no encajaba, de que vivía desfasada en el tiempo, no entendía.
Se acostó, su lado de la cama (el izquierdo), como siempre abierto y solo, el otro lado (el derecho)tendido, perfecto, frío.

El apagó la luz.
Ella también.
Se durmieron.

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