lunes, 26 de septiembre de 2011

El día más feliz de nuestras vidas

Llegó cansado. El ajetreo de la cotidianidad, las eternas obligaciones por cumplir, habían terminado por ese día.
Dejó a un lado las llaves, sus lápices, los libros que leía simultáneamente. Se desnudó, y su ropa quedó amontonada formando una pequeña montaña, signo de un pasado aún vivo, pero que pronto sería olvidado. Entró a bañarse.

Ella sólo lo miraba, fumando. Lo esperaba desde hacía rato. Luego de que él saliera del baño, ella comenzó a acariciarle la espalda, justo en los sitios donde aún quedaban gotitas de agua sin secar. Mientras se actualizaban el uno al otro sobre cómo había transcurrido el día, comenzaron a besarse, suave y largamente.

Su aliento a pastillas de limón -el de él- se mezclaba con el sabor a tabaco y ron de ella.
No había ninguna prisa. Los paisajes familiares de ambos cuerpos fueron nuevamente recorridos, explorados. Pero había algo -en el aire, entre ellos- diferente, nuevo, desconocido, atractivo. (¿Era la piel de ella, eran los ojos de él? No lo sabían. No importaba). Parecían dos amantes nuevos, eso los excitaba más, aunque hacía ya un tiempo largo que nada estaba prohibido para ellos.

El la volteó boca abajo, con extrema suavidad, ella lo dejó hacer; dejó que se recostara sobre su cuerpo, lo cual la hizo suspirar, dejó que le mordiera la oreja, que le susurrara palabras dulces, que bajara por su espalda, dejó que le besara su cola aún firme, perfecta, blanca.
Dejó finalmente que entrara en ella, y eso le provocó un orgasmo inmediato, corto y silencioso, nunca antes sentido así, con esa intensidad. Amaba a ese hombre.
Prácticamente ni se movían, el ritmo acompasado de sus respiraciones marcaba los tiempo del sexo, para nada urgente, para siempre de ellos y sólo de ellos, alejados de cualquier rutina.
-Quiero verte- Pidió ella. Se dio vuelta.
Sus ojos de miel eran de tal belleza que lo mareaban, sus bocas volvieron a encontrarse como hacía tiempo no lo hacían, ella abrió sus piernas, él entró ahora con un poco más de vehemencia, amándola y perdiéndose, ella pidiéndole, exigiéndole que no saliera, ella clavando sus uñas en la espalda de él, ella sonriéndole, cojiéndolo con los ojos ahora pequeños y perversos, él con su sexo duro, húmedo, arma y ofrenda, él besando y mordiendo sus pechos, revolcándose los dos en un mar de sábanas y ropa de ella, nudo de géneros y nudo de cuerpos y nudo de olores, ella como un reptil enroscada en el cuerpo sudoroso y noble y marrón del hombre deseado, ella serpiente, lagarto, camaleón, adoptando sus formas y sus colores, ya eran una sola cosa, un solo cuerpo, él sentía que iba a comerla de a poco, ella quería eso y nada mejor que eso, le dijo al oído.

Sin separarse, él se incorporó y la llevó en brazos contra la pared, podían verse en el espejo del dormitorio, se dieron cuenta de que a lo mejor algún vecino los espiaría porque las ventanas estaban abiertas, se rieron, un viento seco caliente y oscuro soplaba con violencia.

Ella acabó de nuevo, sentada y sostenida por él, su espalda en la pared, ahora gimió, le dijo cuánto lo amaba, le pidió más, cayeron de nuevo sobre la cama, él siempre encima, y cuando ella volvió a abrir los ojos luego del orgasmo, pudo verlo mientras se contraía y la llenaba, con un alarido primitivo, cavernario, puro instinto animal, bestia macho entregado, rendido, liberado al fin.

El día más feliz de mi vida, pensaron.

Al cabo de unos momentos, ella se levantó.
-Tengo que irme-, le dijo. -El vuelve esta noche-.
Fue sola hasta la puerta, salió e inmediatamente subió a su auto. Las calles estaban desiertas. El viento seguía soplando, levantando polvo, haciendo volar las últimas hojas del otoño que se iba. Primera, segunda, tercera velocidad...
El se dirigió aún desnudo hacia el armario que nunca abría. 80, 90, 100 kilómetros por hora. Parecía que flotaba sobre la avenida. Las luces eran una larga línea entre amarilla y verdosa. Sacó lo que estaba buscando, se sentó al pie de la cama, suspiró. Se acordó de cuando era chico, de la maestra de tercer grado, de las tardes en su pueblo, de su bicicleta verde. 120, 130...el suave zumbido del auto le hacía pensar en sus hijos, en su mejor amiga, en los sábados de cine con pochoclos y cocacola, doble programa de aventuras. Se puso el revólver bajo el mentón. No sintió frío. 140...Las risas de sus compañeros, el día en que se conocieron... en ella. En él.

Cerraron los ojos.