La primera vez llegaron casi al mismo tiempo, los ojos rojos y atropelladamente, las coincidencias eran evidentes pero ellos no les daban importancia, lo único que les importaba en verdad era que estaban juntos aquí y ahora, como solían decirse mutuamente. Sus ojos brillaban, sí, por las sustancias que habían ingerido, pero había algo más, otro resplandor, algo que no podían explicar y que sólo ellos percibían (o al menos eso creían).
Se sentaron uno frente al otro, no hacía falta mirarse, se sentían tibios, tan cerca, rozándose los dedos, escuchando las conversaciones de los demás en la mesa, deseándose.
La segunda vez brillaban los ojos de él, y los de ella, pero no era igual; algo los separaba, y él no entendía bien, si todo parecía tan diáfano, tan hermoso, tan azul, pero no. La gente a su alrededor decía cosas que no alcanzaba a comprender, y reían, y él sólo podía embriagarse para romper el aislamiento -o para acentuarlo-, y ella parecía ausente, no, en realidad parecía estar en otro lado.
Cuando al fin ella lo miró, fue para decirle casi sin palabras que debía irse. Que la esperaban. Y que todo había terminado.
(continuará)
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